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carrera, que cortaba en zig-zag las pistas trilladas.
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-No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido
podré, entretanto, sostenerme.
Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr. Corrió, pues, ese domingo y los
siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma
en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas
decorativas por halago de los espectadores, que no comprendían su libertad.
Comenzaba al trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía
resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en
un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado
de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.
A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los duros tallos,
pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y
alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.
-No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto.
Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido
siempre. Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a
su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel
espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.
-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene
ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas.
En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir
con su ardiente velocidad, se empleaba a fondo por un puñado de pasto, como si esa
carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento
su ración -la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos-.
-No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan.
El tiempo pasaba, entre tanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron
por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de
los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores
de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que
había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa,
apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad
incalculable- por el solo espectáculo de su carrera.
Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en
lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo
que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.
-En aquel tiempo -se dijo melancólicamente-, un sólo puñado de alfalfa como
estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mí el más
feliz de los seres. Ahora estoy cansado.
En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda la misma de siempre y el mismo
espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros
tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes ci joven potro entregaba
alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para
despertar. El triunfante caballo pensaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba
finamente en sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a
sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él sólo
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era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje
ganado.
Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los
organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel
deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a
temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió,
entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del
viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado
que nunca- pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.
Libertad... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que
reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo
traviesa, ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre
aquellos zigzags que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre
creciente, de agotarse, llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a
correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espuma por las sendas más
trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron
algunas tristes palabras.
-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-, y si uno pudiera llorar por un
animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué
comer.
-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y Hambre son el
más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven potro: tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues
si llegas sin valor a la gloria por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo
entero por un puñado de pasto.
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EL DIABLILLO DE LA BOTELLA
ROBERT L. STEVENSON
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que
aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no
estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos
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