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sensatez.
Yo dudaría en afirmar que deliberadamente el señor Clark había preparado este
discurso con miras a la ocasión. Los caballeros de su profesión siempre llevan a mano
estas pequeñas píldoras de sentimentalismo. Pero estaba, desde luego, enterado de la
separación entre Emma y su marido (aunque no de los motivos originarios) y, cual
hombre de convicciones religiosas profundas, imaginaba que, bajo la acción suavizadora
de una pena común, sus dos endurecidos corazones podrían derretirse y tornar a fundirse
en uno solo.
-Cuanto más perdemos, amigo mío -insistió-, más debemos cuidar y valorar lo que nos
queda.
-Dice usted bien, caballero; pero, por desgracia -dijo David-, a mí ya no me queda nada.
En este momento se abrió la puerta y entró Emma, pálida y vestida de luto. Se detuvo,
al parecer sorprendida de ver a su marido. Pero, al volver David la cabeza hacia ella, ella
avanzó.
David sintió como si el cielo hubiera enviado un ángel para dar un mentís a sus últimas
palabras. Su rostro enrojeció: primero de vergüenza, y luego de alegría. Abrió los brazos.
Emma hizo brevemente un alto, luchando con su orgullo, y miró al clérigo. Éste alzó la
mano, en un pío ademán sacramental, y ella se precipitó al cuello de su marido.
El clérigo tomó la mano de David y se la estrechó; y aunque, como ya he dicho, el
joven jamás había simpatizado especialmente con el señor Clark, devotamente le
devolvió el apretón.
-Pues bien -dijo Julia, una quincena después (ya que en el intervalo Emma había
Librodot Un problema Henry James
terminado accediendo a que su marido conservara su amistad con esta mujer, e incluso
llegado ella misma a considerarla una excelente persona)-, pues bien, yo no veo sino que
al fin el terrible problema ha quedado resuelto, y que cada uno de vosotros se ha casado
dos veces.
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