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evitó su arremetida, se colocó entre él y la aldea y le hirió el hocico con la vara, que le
dejó una abolladura en el plomo sensible. Y Tharagavverug se apartó torpemente y
lanzó un grito terrible, como el sonido de una campana de iglesia que hubiera sido
poseída por un alma que escapara del cementerio en la noche: un alma malvada que le
dieron voz de campana. Luego atacó a Leothric gruñendo y una vez más Leothric se
hizo a un lado y le dio con la vara en el hocico. Tharagavverug emitió un aullido de
campana. Y cada vez que el dragón-cocodrilo lo atacaba o intentaba dirigirse a la
aldea, Leothric volvía a herirlo.
Así, pues, todo el día Leothric guió al monstruo con la vara llevándoselo más y más
lejos de su presa con el corazón que le doblaba colérico y la voz transida de dolor.
Hacia el atardecer Tharagavverug dejó de intentar alcanzar a Leothric con los dientes y
huía delante de él para evitar la vara, pues tenía el hocico lastimado y le brillaba; y al
anochecer los aldeanos salieron y bailaron acompañados de címbalo y salterio.
Cuando Tharagavverug oyó el címbalo y el salterio, el hambre y la furia se apoderaron
de él, y se sintió como se sentiría el señor que por fuerza se lo apartara del banquete
celebrado en su propio castillo y oyera girar y girar el asador rechinante y crepitar en él
la carne sabrosa. Y toda esa noche atacó a Leothric con fiereza y a menudo estuvo a
punto de atraparlo en la oscuridad; porque sus ojos resplandecientes de acero eran
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capaces de ver tan bien de noche como de día. Y Leothric fue cediendo terreno
lentamente hasta el amanecer, y cuando llegó la luz, estaba cerca de la aldea
nuevamente; aunque no tan cerca de ella, como lo habían estado al encontrarse,
porque Leothric condujo a Tharagavverug más lejos durante el día que había sido
forzado a retroceder en la noche. Luego Leothric volvió a alejarlo con la vara hasta que
llegó la hora en que era costumbre del dragón-cocodrilo atrapar a un hombre. Un tercio
del hombre solía comerse al atraparlo, y el resto a mediodía y al atardecer. Pero
cuando llegó la hora de atrapar a un hombre, una gran fiereza le sobrevino a
Tharagavverug, y atacó veloz a Leothric, pero no pudo cogerlo, y por largo tiempo
ninguno de los dos cedió terreno. Pero por fin el dolor que la vara le producía en el
hocico de plomo fue mayor que el hambre del dragón-cocodrilo y se retiró aullando. A
partir de ese momento Tharagavverug comenzó a debilitarse. Todo ese día Leothric lo
ahuyentó con la vara, y por la noche, ninguno de los dos cedió terreno; y cuando el
amanecer del tercer día llego, el corazón de Tharagavverug latía con mayor lentitud y
más débilmente. Era como si un hombre fatigado estuviera tocando una campana. En
una oportunidad Tharagavverug estuvo a punto de atrapar a una rana, pero Leothric se
la arrebató justo a tiempo. Hacia el mediodía el dragón-cocodrilo yació inmóvil largo
tiempo, y Leothric se quedó allí cerca, de pie, apoyado en su vara confiable. Estaba
muy fatigado y falto de sueño, pero ahora tenía tiempo de comer sus provisiones. A
Tharagavverug el fin le llegaba de prisa, y por la tarde su respiración era trabajosa y le
carraspeaba la garganta. Era como el sonido de muchos cazadores que soplaran
juntos el cuerno, y hacia el atardecer se le aceleró el aliento, pero también se le hizo
más débil, como el furioso sonido de una cacería que fuera apagándose a la distancia;
e hizo desesperados intentos de lanzarse hacia la aldea, pero Leothric seguía saltando
alrededor de él y dándole con la vara en el hocico. Escasamente audible era ahora el
sonido de su corazón: era como la campana de una iglesia que doblara más allá de las
colinas por la muerte de alguien desconocido y lejano. Entonces el sol se puso y flameó
en las ventanas de la aldea, y un frío estremeció al mundo, y en algún jardín pequeño
una mujer cantaba; y Tharagavverug alzó la cabeza y pereció de hambre; la vida se le
escapó de su cuerpo invulnerable, y Leothric se echó a su lado y durmió. Y más tarde,
a la luz de las estrellas, los aldeanos salieron y cargaron a Leothric dormido; todos lo
alababan en quedos susurros mientras lo llevaban a la aldea. Lo pusieron en una cama
en una casa y bailaron afuera en silencio, sin salterio ni címbalo. Y al día siguiente,
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