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muerte apacible. Sólo que... a un precio muy elevado. Ya que nunca, durante todo ese
tiempo, pudo permitirse la libertad de decirle cuánto le quería. El rigor que tuvo que
mantener, su férrea autoridad, habían constituido el control emocional que a él le hacía
falta y del que carecía. En su lecho de muerte, en el amplio dormitorio de Fal Morgan, ella
se sintió desgarrada por el deseo de hacerle saber lo que siempre había sentido. Sin
embargo, el conocimiento del egoísmo que representaba ese deseo, la ayudó a mantener
el silencio. Si le explicaba con palabras el papel que ella había interpretado para él a lo
largo de todos esos años, le habría arrebatado el orgullo que él sentía por la vida que
había tenido, pues habría resaltado el hecho de que sin ella, él jamás se hubiera
mantenido de pie.
Así que, presenció cómo que él se marchaba cumpliendo su papel hasta el final. Poco
antes de morir, él intentó decirle algo. Casi podía interpretarse como un mensaje; y un
pequeño rincón de su mente se aferró a la idea de que ahí, en el postrer instante, él había
estado a punto de comunicarle que lo comprendía, que siempre lo había hecho, que sabía
cuánto le quería.
Ahora, en la oscuridad del refugio, Amanda, como nunca antes, estuvo a punto de
rebelarse contra lo que fuera que gobernara el universo. ¿Por qué la vida siempre le
había impuesto que fuera la encargada de establecer la disciplina, su ejecutora, como
estaba haciendo ahora una vez más? Con la mejilla apoyada contra el áspero cuero del
almohadón del asiento, escuchó la respuesta en su propia mente..., se debía al hecho de
que ella haría el trabajo; mientras que otros, no.
Era demasiado vieja para las lágrimas, así que se fue quedando dormida sin percibir la
ola que se la llevó, con los ojos secos.
Un crujido, el sonido al ser apartadas las ramas que la envolvían por completo, la
despertó en el acto. Una luz grisácea se filtraba por el plástico del refugio y se escuchaba
el ruido de la lluvia rebotando en la cubierta.
—Amanda... —dijo Ramón, arrastrándose al interior del refugio.
Apenas había sitio suficiente para que él se acuclillara al lado del deslizador. Su rostro,
bajo un poncho impermeable, se hallaba a la misma altura que el de ella.
Ella se sentó.
—¿Qué hora es?
—Las nueve. Ha amanecido hace casi tres horas. Ekram todavía está en la ciudad.
Pensé que querrías que te despertáramos.
—Gracias.
—El general Amorine, el brigadier al mando de las tropas, ha estado llamando a todas
las Casas. Desea que vayas a hablar con él.
—Eso puede esperar. Doce horas —comentó Amanda—. ¿Cómo he podido dormir
doce horas? ¿Han salido las patrullas? ¿Qué aspecto tenían los soldados que las
componían?
—Un poco torpes. Todo el mundo marcha encorvado..., con uniformes de lluvia, claro.
No ofrecían un aspecto muy feliz. Me han dicho los miembros del grupo que algunos
tosían.
—¿Alguna noticia de las Casas..., alguna noticia que hayan recibido de la ciudad?
—Ekram y el médico militar permanecieron despiertos toda la noche.
—Tenemos que sacarlo de ahí... —Amanda se interrumpió, corrigiéndose—. Tengo
que sacarle de ahí. ¿Qué tiempo se espera para el resto del día?
—Debería despejarse hacia la tarde. Luego, se espera que sea frío, ventoso y claro.
—¿Dispondremos de buena visibilidad para cuando arribe Cletus?
—En principio, sí.
—Bien. Transmite que quiero que se vigile a las patrullas todo el tiempo. Si puedes,
comunícame cuántos soldados se ponen enfermos o son relevados del servicio. También
mantén la vigilancia sobre la escolta de Dow, en Foralie. Con toda probabilidad, estarán
en buena condición física; pero, no nos hará ningún daño comprobarlo. En el momento
que llegue Cletus, ordena que los cuatro grupos más próximos a Foralie se dirijan hacia
allí y se unan al tuyo. Rodea por completo la zona..., ¿qué es eso?
Ramón acababa de depositar un termo y una pequeña caja metálica sobre la superficie
del deslizador.
—Té y un poco de comida —replicó—. La envió Mene.
—No soy una inválida.
—No, Amanda —repuso Ramón, retirándose por la abertura del refugio sobre manos y
rodillas.
Una vez fuera, colocó las ramas en su sitio para sellar la entrada que había abierto. A
solas, con la mente ocupada, Amanda bebió el té caliente y saboreó el también caliente
guiso y las galletas que halló en la caja de metal. Cuando acabó, se incorporó y se puso
su impermeable, desmanteló el refugio y dejó una vez más al deslizador en su estado
original. El viento soplaba a ráfagas, llevando alguna que otra llovizna ocasional. Elevó el
deslizador y lo condujo hasta la ladera de la pequeña colina, donde la figura de Ramón
vigilaba con un telescopio el acantonamiento y la ciudad.
—He cambiado de idea sobre el oficial al mando —le expuso Amanda—. Iré a hablar
con él...
Una ráfaga de viento y lluvia hizo que inclinara la cabeza.
—¿Amanda? —Ramón la miraba con el ceño fruncido—. ¿Y si no te deja volver a salir? [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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