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cuando, hacia las doce, se para la ruleta. Y cuando el croupier principalanuncia "Les trois derniers
coups, messieurs" están dispuestos aarriesgar en aquellas tres últimas jugadas cuanto tienen en los
bolsillos. Es a esta hora, en efecto, cuando se observan las mayores pérdidas.
Me dirigí hacia la mesa en que había jugado la abuela. No habíaallí mucha gente, así que pude ocupar
pronto un buen lugar. Ante mí,en el tapete verde, leí la palabra passe. Passe designa los números que
van del 19 al 36. La primera serie, del 1 al 18, se llama manque . Pero ¿que me importa eso? Yo
nocalculaba, ignoraba incluso el último número que había salido y no meinformé siquiera, según cuidan
de hacer todos los jugadores metódicosantes de empezar a jugar.
Saqué mis veinte federicos y los puse en el passe.
- ¡Veintidós! -dijo el croupier.
Había ganado. Arriesgué de nuevo el total: la postura y la ganancia.
- ¡Treinta y uno! -anunció el croupier.
Nueva ganancia. Tenía, pues, ochenta federicos. Lo puse todosobre la docena del centro -ganando
triple, pero dos contras-. El platillo comenzó a girar... Salió el veinticuatro. Me entregaron tres cartu-
chos de cincuenta federicos y diez monedas de oro. Mi haber seelevaba ahora a doscientos federicos.
Presa de una especie de fiebre, puse todo ese dinero en el rougey, de pronto, recobré la conciencia.
Fue la única vez durante esta sesión de juego que el estremecimiento del miedo me poseyó,
traduciéndose en un temblor de las manos y de los pies.
Sentí, con horror, lo que significaba para mí perder en aquelmomento.
-"¡ Rouge!" -cantó el croupier.
Recobré el aliento. Sentía hormigueos por todo el cuerpo. Mepagaron en billetes. En total cuatro mil
florines y ochenta federicos.¡Mi vida entera estaba en el juego!
Luego, recuerdo que coloqué dos mil florines en la columna delcentro y perdí. Jugué todo mi oro y
ochenta federicos y perdí de nuevo.El furor se apoderó de mí. Tomé los dos mil florines que me
quedabany los lancé sobre los doce primeros números; al azar, sin calcular. Hubo entonces un momento
de espera... una emoción análoga a la quedebió experimentar madame Blanchard cuando, después de
haber volado sobre París, se sintió precipitada con su globo contra el suelo.
-"¡ Quatre!" -anunció el croupier.
Al contar la postura, mi capital ascendía de nuevo a seis mil florines. Tenía el aire triunfante, ya no temía
a nada. Puse cuatro milflorines en el noir. Unas diez personas jugaron, siguiéndome, a esecolor. Los
croupiers cambiaron una mirada, murmurando entre ellos.
Salió noir.
A partir de aquel momento ya no puedo recordar la cuantía demis posturas ni la serie de mis ganancias.
Recuerdo solamente, comoen un sueño, haber ganado unos dieciséis mil florines.
Una jugada desgraciada se me llevó doce mil. Luego jugué losúltimos cuatro mil al passe y esperé
maquinalmente, sin reflexionar, ygané de nuevo.
Gané todavía cuatro o cinco veces seguidas. Sólo puedo recordarque amontoné florines por millares.
Sé también que fueron los docenúmeros del centro, a los cuales permanecí fiel, los que salieron conmás
frecuencia. Aparecían regularmente, siempre tres o cuatro vecesseguidas; luego desaparecían dos
veces, para volver a darse otra vez.
Creo que desde que llegué no había transcurrido media hora. Depronto, el croupier me informó que
había ganado treinta mil florines yque la banca no respondía en una sesión más allá de esa suma y que
seiba a tapar la ruleta hasta el día siguiente.
Recogí todo mi oro, lo metí en los bolsillos, tomé los billetes ypasé a otra sala donde había también una
ruleta. La gente me siguió.Me hicieron inmediatamente sitio y empecé a jugar de cualquier modo, sin
contar.
- ¡No comprendo qué fue lo que me salvó!
Algunas veces, sin embargo, la noción del cálculo, de las combinaciones posibles, se presentaba en mi
mente. Procuraba retener ciertos números, pero los abandonaba pronto para jugar de nuevo
casiinconscientemente.
Debía de estar, ciertamente, muy distraído, pues recuerdo que algunas veces los croupiers rectificaban
mi juego. Cometía burdos errores. Mis sienes estaban mojadas, mis manos temblaban. Unos
polacosme ofrecieron sus servicios, pero yo no escuchaba a nadie. ¡La suerteno me abandonaba!
De pronto hubo, en torno mío, un gran rumor, gritos de "¡ bravo,bravo!". Algunos, hasta aplaudieron.
Había amontonado allí también treinta mil florines y la ruleta separaba hasta el día siguiente.
- ¡Márchese, márchese! -dijo una voz a mi oído.
Era un judío de Francfort, que había estado todo el tiempo detrásde mí, y creo que me había ayudado
alguna vez a hacer las apuestas.
- ¡Por el amor de Dios, váyase! -murmuró otra voz a mi izquierda.
Una rápida mirada me permitió ver a una dama de unos treintaaños, vestida modestamente pero con
corrección, y cuyo rostro fatigado, de una palidez enfermiza, ofrecía aún restos de una
prodigiosabelleza. En aquel momento atiborraba mis bolsillos de billetes y recogía el oro de encima de
la mesa. Al recoger el último rollo de cincuenta federicos conseguí ponerlo, sin que nadie lo viera, en
manos de la dama pálida.
Sus dedos delicados me estrecharon fuertemente la mano en señal de vivo agradecimiento. Todo eso
pasó en el espacio de un segundo.
Después de haber recogido todo, me dirigí rápidamente al "trenteet quarante". [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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